lunes, 7 de junio de 2010

La Casa de los Chillado Biaus queda ubicada en las intersecciones de las calles Uriarte y Guemes, en la zona de Palermo; es un rincón de la ciudad que guarda relación estrecha con la tradición de los pueblos, con las costumbres Argentinas.
Elegí este lugar porque me resultó curioso que en el corazón de la gran ciudad exista una arteria que la conecte de manera tan fiel al campo, a las raíces.
Fue así que un jueves por la noche me dispuse a conocer más de cerca esta sucursal de la historia y de la tradición de los pueblos, que mantiene vivo el folklore en todas sus manifestaciones.
Al llegar al lugar me sorprendió su fachada, que pasaba desapercibida, pero su cartel indicador me convenció. Toqué el timbre, y un joven me recibió tras la puerta. Subí unos escalones y me encontré allí con una sala pequeña, bien decorada y con poca luz, donde había una mesa en la que parecía cobrarse una entrada, pero me dijeron que sólo es así los días en que hay show; los demás días es gratuito.
Siguiendo mi rumbo encontré otra puerta, trabajada en vitró con colores verdes y violetas, y al cruzarla observé un comedor dividido por columnas: de un lado había mesas con sillas, del otro un escenario ubicado a la izquierda de la puerta y algunas mesas más. El piso es de mosaicos, de esos que al unirse forman un motivo que se repite. Por el pasillo imaginario entre las mesas y las columnas, encontré la barra, en lo que conforma una nueva sala pequeña pero sin puerta, conectada con el comedor. Dos muchachos y una chica me saludaron amablemente. Seguí caminando hacia el fondo por un pasillo en el que se encuentran los baños y al final una nueva sala, la única donde está permitido fumar, aunque llegado cierto horario, esta norma no se respeta y los fumadores deambulan por toda la peña.
En las paredes de la peña pude observar cuadros de Molina Campos, fotos de grupos folklóricos y carteles anunciando próximos shows (además de los que prohíben fumar). También a modo de decoración hay herraduras, estribos y otros objetos antiguos, como marcas de estancias, frenos de caballos o cencerros.
A pesar de ser temprano, había bastante gente. Estaban en sus mesas tomando algo y escuchando las melodías de una guitarra que se encontraba allí cerca. Los que estaban alrededor de quien ejecutaba el instrumento se animaban a cantar el tema folklórico que sonaba. Luego varias parejas bailaron un chamamé. Se escuchaban gritos, y un joven se animó a “largar” un Sapucai.
Charlando con jóvenes que ya habían ido varias veces al lugar, me enteré que quien lo desee puede ir a la barra y dejar una pertenencia a cambio de una guitarra a préstamo. Hay también quienes llevan sus propios instrumentos, y de vez en cuando se arman competencias espontáneas, donde diferentes guitarreros intentan convocar más gente a cantar alrededor de él. En ocasiones se puede ver a toda la gente del lugar entonando la misma canción, seguida de un mar de aplausos “de todos para todos”.
Con respecto al vestuario se puede observar a hombres de diversas edades, cuyas vestimentas son variadas. Los más “paisanos” llevan boina, camisa, bombacha de campo y alpargatas. Las chicas suelen usar pañuelos, camisas, o remeras sencillas, bombachas de campo, botas o alpargatas, y hasta boina, pero es la minoría. Las demás van siempre bien vestidas, pero no llevan nada extravagante.
Los jóvenes que concurren a este sitio son en su mayoría del interior. Se trata de estudiantes que abandonaron su lugar de nacimiento buscando un nuevo futuro, y aquí en la ciudad se sienten oprimidos por el ritmo veloz que marca el reloj de la rutina. Son ellos quienes le dan el toque de calidez a la peña, espontáneos y relajados. Ellos llegan al lugar buscando divertirse, compartir un rato entre compañeros, cantar o bailar alguna chacarera al son de una guitarra amiga, y se transforman, sin darse cuenta, en el alma de la peña.